El acto ocurrió a finales de los treinta, la historia pudo realizarse en un rincón de Buenos Aires o en la provincia de Zulia, pero este gris de la memoria me remonta a las orillas de Veracruz, en esa población llamada Orizaba. Pequeña ciudad encajonada entre cerros y retornos interminables.
Miento si digo que las flores eran amarillas o rojas, si en el ambiente las pequeñas gotas de brisa mojaban el todo o el astro Rey asolaba los tejados de Zinc, el hecho es que aconteció y que la protagonista no ha muerto, esa mujer es testigo de mis líneas y de nuestros actos.
Antiguamente se hablaba de ferrocarriles como símbolo de progreso, el gran juego del hombre a ser dios y acortar distancias, la imperiosa necesidad de aprovechar el tiempo.
Hoy la estación esta olvidada, ya los vagones no llevan pasajeros, lejos está el sombrero de copa y la sombrilla colgada del brazo, en estos días sólo cargas de cemento, varilla e indocumentados se amontonan sobre las vías, pero no era así en el pasado.
Lisset (cambio el nombre de mi acompañante para que nadie pueda buscarla entre la gente) venía en camino, el reloj circular con fondo blanco y manecillas en hierro forjado marcaba las once, el Poeta –nombre dado a la máquina que viajaba de Veracruz a México- estaba por llegar, habían informado que una avería en la estación del molino a unos 5Km no había sido grave y que los pasajeros alistaran sus maletas, yo llegaba tarde como siempre.
La gente comenzó a subir eran la once con cinco minutos, el monstruo de hierro rugía y exhalaba grandes bocanadas de vapor; con una maleta en mano y mi vestimenta característica –cabe decir que desde la muerte de mi hermano nunca he dejado de vestir de negro- apresuraba mis pasos, yo no la conocía físicamente, nos conocimos por cartas, ello era habitual en ese tiempo, ella venía desde el puerto y quería visitar la capital, yo la acompañaría.
Algunos indios se encaramaban a los vagones posteriores, el sudor de muchos días y los sombreros de palma me impedía buscar su perfume o encontrar su silueta, lo único que tenía era una fotografía suya que me había mandado meses antes.
Brinqué hacia el cabús unos garroteros me ayudaron a subir, empezaba el viaje y yo no sabía si ella iba en el mismo tren. Con dificultad pasé de carro a carro perdiéndome entre la gente, no había tiempo de mirar por la ventana, el paisaje me quedaba muy lejos, necesitaba encontrarla; de pronto de una esquina brotó mi nombre, era ella, lo sabía.
Como todo un caballero me acerqué, era más hermosa de lo que imaginaba, su sonrisa me recibió mientras retiraba una canastilla que llevaba en el asiento contiguo.
De la travesía contaré poco, los cuadros del México de ayer prefiero guardarlos, ese verde y esos vientos hoy han muerto, nuestra conversación se abocó a las cartas que nos habíamos mandado, y así pasó el tiempo hasta que llegamos a México.
Bajamos en el andén 36, me comentó que en Veracruz su tren lo había tomado en el andén 35, para mi era simple casualidad, para ella era un pasado donde yo todavía no estaba...
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